agosto 03, 2022

EL COLOR DE OAXACA

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Empezaron a tocar las trompetas y los tambores de las bandas y me dieron ganas de llorar. Algo tiene la música de las bandas de pueblo que en sus sones te remueven la emoción. Son tan vivas que te das cuenta que estás ahí; sientes el pecho, adentro retumba el sonido y te das cuenta que no estás muerto, despiertas, el cielo es tan azul que por un instante te invade una alegría que sientes que puedes ser eterno.

Ya había sentido una experiencia así de emocional un día que visité una fiesta de Tastoanes en Jalisco y hace varios años en Australia también; caminaba una tarde por el centro de Melbourne y me topé con un enorme grupo de Hare Krishna que los seguí como un imán por varias calles escuchando sus cantos y rezos como arrullo y de nuevo, con inmensas ganas de llorar.

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Para pisar tierra Oaxaqueña el tiempo nos pasó lento: ocho horas de espera en la ciudad de México por vuelos sobrevendidos, pistas abarrotadas y un par de cupones de $1100 pesos que nos dió la aerolínea para consumirlos en Starbucks y atarantar nuestras pobres ilusiones con baguettes, café y galletas hasta llenar de moronas las bolsas del pantalón; ahí sí, te dan ganas de llorar.

Así arrancó la esperada ida a Oaxaca. Un viaje de puras mujeres que organizó mi suegra invitándonos a mi cuñada, una amiga de su infancia y a mí: Todas dispuestas para agarrar color, textiles y sabor durante una semana.

Al ser mi primer visita a esta ciudad noté que comparte los rasgos de sus lindas fachadas y calles con otras bellísimas de rasgos coloniales que tenemos en nuestro país; pero Oaxaca de todo da más.

Su folklore es grande y variado, tiene más color y es dueña de la magnánima Iglesia de Santo Domingo. Esa mañana que caminé hacia el altar estirándo el cuello para admirar los dorados de sus cúpulas y retablos, no pude dejar de imaginar los misterios y secretos que están atrapados en cada centímetro donde fue creada tanta belleza.

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Después de probar mole, chapulines con ajo, garnachitas, molote de plátano, caminar sus calles, mercados, conocer las coperativas, ver el árbol del Tule, subir una angosta escalera a gatas para ver un antiguo y barroco órgano de templo, hacerme un morete en la pierna no con una piedra cualquiera, sino con la de un templo del siglo XVI y tomar las tradicionales fotos, visitamos la acalorada Zona Arqueológica de Mitla. Pasamos también a San Bartolo por el barro negro y a Teotitlán del Valle para ver tejidos y tapetes donde su tradicional y esperado mercado donde creí que yo saldría como niña en Navidad, estaba cerrado. Estos días fueron la fiesta de la Guelagetza y muchos artesanos estaban en la ciudad con sus creaciones.

Nuestro ameno chofer nos llevó con varias anécdotas de las tradiciones a través de las carreteras que conectan a estos pueblos turísticos; nos habló de los días de plaza donde los habitantes de los valles centrales practican el intercambio y consumen entre ellos lo que producen. Contaba que más allá de surtirse para la semana, es un día social donde se comparten las noticias de quién se casó, qué novedades hay, quién murió y hay tanta diversidad de pueblos y lenguas, que decía que era como un grupo de diversos pajaritos al mismo tiempo: una increíble melodía de colores. 

En Teotitlán conocimos a Bety, artesana que con singular maestría cardó una bola de lana en dos cepillos cuadrados hasta sacar una rústica hebra que amarró en una rueda de madera que al girar sacaba un fino hilo; nos dió una clase maestra de color: me puso grana cochinilla en la mano, exprimió un limón y la convirtío en un rojo carmín; al darle un toque con cal surgío un violeta eléctrico de película, y cuando pensabas que ahí terminaría todo, una granada hizo fiesta en tonos de verdes.

Así siguió con otras plantas y cáscaras creando colores hasta llevarnos a sus grandes instrumentos de telar en un taller lleno de color. Había madejas de hilos rojos secando en un tendedero en el exterior donde me dieron ganas de parar todo, agarrar una silla y quedarme ahí en silencio con la vista a sus valles sin hacer nada; sólo estar ahí entre el colorido del tejido y sin prisa, no me quería ir, pero cuando uno anda explorando quiere ver y probar más.

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Una tarde llegué con mi cuñada a un puesto de tlayudas donde la Señora Alicia me explicó abanicando la gran tortilla diciéndome "Mira, está tlayuda", mientras platicábamos de la torta ahogada de mi ciudad puso la masa en su cuadrado tortillero y me hizo una empanada torteándo con gran maestría la delgada masa mientras me explicaba los ingredientes del verdecito, una especie de mole de hierbas que tiene: epazote, hierba santa, cilantro, perejil, chile verde, especias y caldo; le dije que si podía ponerme flor de calabaza porque me gusta agregar color y ella me dijo:

"Ah, tú la quieres especial", y de ahí deshebró con gran rapidez generosas hebras de quesillo sobre esa cama de verde que resaltaba en su blanco comal. Mientras se me escurrían por los dedos el enchilado relleno y mi cuñada se empinaba un jarrito de líquido brillante para bajarse la enchilada, pasó una de las tantas alegres Calendas con música sobre la calle con un grupo de arregladas mujeres de trenzas rellenas de listón; vi en sus manos los coloridos jicalpextles negros con flores que me activaron el encanto y me llevaron en su búsqueda por los mercados del centro de Oaxaca.   

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Resulta imposible contar cada barro y plato que me gustó o mezclas de color que cruzaron por mis ojos, no estoy segura de cuántas Calendas vi pero no me cansé de verlas.

Las Calendas están llenas de alma festiva, alegría y color; las calles se llenan de desfiles con creativos farolelos, marmoteros girando enormes esferas blancas, gigantes de papel maché, canasteras, moneros, bandas, cohetes y todo el esplendor de las elaboradas vestimentas de las delegaciones y regiones de Oaxaca con un enorme sentido y corazón de fiesta.

Las mujeres pasan agitando largas faldas y otras van lanzando de sus canastas dulces, bolsas con chapulines, chocolate o sirviendo mezcal; cada que nos topábamos una Calenda en la calle le decía a mi cuñada que me seguían sacando una sonrisa; las mujeres se veían tan lindas, tenían ese semblante de orgullo, de sentirse bellas envueltas en sus elaboradas faldas, collares, flores y bordados, pero sobre todo se sentía un gran sentido de pertenencia en esas sonrisas llenas de generosidad.

Me quedo tan corta en la descripción que cuando investigaba el origen de los floreados jicalpextles que me compré, me topé con este maravilloso texto de que me dice quítate Lucy que ahí te voy con la descripción más bonita para ayudarte a explicar lo que viste:

“Las mujeres del Istmo tenemos algo que cautiva, algo que ninguna mujer del país puede igualarnos; esa belleza indígena, esas caderas fértiles, ese garbo que nos hace sobresalir por sobre todas las demás, esa obra de arte que nos gusta vestir con gran orgullo y que nos distingue del resto del mundo, ese poder que poseemos y esa sonrisa dulce que te invita a no irte jamás, esa mirada penetrante que incita a la eternidad» (Tomado del blog Las flores del Itsmo, por Nirvana de León).

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Entre mi suegra, una querida amiga suya y mi cuñada, dejamos las suelas de los tenis y los músculos adormecidos en las largas calles de Oaxaca; tuve que mandarme por paquetería un par de cosas de barro que sigo esperando y cruzando los dedos para que no lleguen rotas junto a mis enormes cojines de telar de cintura y otros de pedal.

Dejo en Oaxaca bonitas noches que rematamos todas con cerveza, tequila y mezcal, con historias de amor y largas pláticas desveladas, me llevo de recuerdo los alegres festejos de su Gelagetza y el color de sus Calendas. Es curioso, porque el significado profundo de estas Calendas se hicieron para reforzar lazos de amistad, familia y comunidad y para abrirse uno mismo hacia los demás; es aprender a reunir, compartir y disfrutar...y entre familia hay que aprender mucho de eso: Aprender a vincularnos conservando "nuestras propias Calendas". 

Tal vez esas ganas de llorar que me dan cuando algo entra en el pecho, es porque me recuerda que también se puede sentir así la sensación de estar viva y la felicidad.

Me cansé de tanto caminar, pero la vida es una fiesta que no me quiero perder.

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